José Pantoja
Los estudios históricos actuales de
los grupos populares en las revoluciones, ha dejado atrás en casi todos lados el
espíritu combativo de la renovación historiográfica de los años setenta y
ochenta, y en general han adquirido un tono más “académico” en el que la
moderación va acompañada de una apertura hacia enfoques que han perdido el
interés por las relaciones de poder o de clase y han levantado su mirada más
allá sobre los cambios inherentes a las
coyunturas para centrarse en las tendencias de continuidad y las supervivencias
de lo tradicional en escenarios llenos de conflictos.
En este tránsito se ha alterado
desde luego el sentido historiográfico, se ha pasado de la búsqueda del “verdadero
rostro” de lo popular, hacia el reencuentro nostálgico con la cultura y prácticas
populares, de la búsqueda de la voz al descubrimiento del silencio. Sin
embargo, las transformaciones en la práctica historiadora no ha evitado que el
problema de fondo subsista, ¿cómo librarse del peso del discurso histórico de
la dominación sobre la las voz y los rostros de los grupos populares?
La dominación de un grupo sobre otro u otros no
se sostiene sobre un absoluto de exclusión por el contrario su fuerza está en
la continua inclusión del todo social a las relaciones de dominio, la
permanente exclusión del poder y de la riqueza social requiere de mantener
férrea la relación de sometimiento y explotación. Por ello, los explotados y
subalternos encuentran un lugar en el discurso de la dominación, el lugar de la
negación. Negación que en su desdoblamiento dialéctico da paso al de la
afirmación: un grupo se afirma negando a los otros.
La negación es una operación pública, abierta,
que opera con un amplio cinismo, de aquel que asume legítimamente su poder y
lugar: de vencedor. También es cierto que la negación es un ocultamiento, una
reducción de aquellos sometidos a un solo valor: el de vencidos. En el discurso
de la dominación ambas categorías se vuelven sustancia: un ser.
Distingamos el problema planteando
que los explotados y subalternos (o los sometidos a la dominación de cualquier
tipo), el pueblo, quedan incorporados al discurso dominante, que le son
necesarios, consustanciales y sin ellos el discurso dominante pierde sentido
pues este es al mismo tiempo un discurso de la dominación, la narración
histórica en sentido historicista[3] es parte
de esta acción permanente de dominio cuyo objetivo es mantener vigente la
categoría del vencido y la relación de
dominio que la produce.
Es de la relación entre vencedor y
vencido que surge la lógica del progreso, en ella queda justificado todo
sacrificio, desventura o pérdida (y aquí toda pérdida es humana) y la derrota de la mayoría y el triunfo de
unos cuantos se torna en “buenas” nuevas para todos. La marcha triunfal del
vencedor en la historia adquiere en esa perspectiva un valor “positivo” para la
humanidad e incluso la “derrota” y el sacrificio humano adquiere también el
tono positivo de la victoria pues sirvió como medio en el triunfo del vencedor y
queda así incluido en el progreso histórico, el triunfo no sería completo si
los derrotados no son incorporados al discurso.
Es al vencedor al que le interesa
construir un mundo heroico en el que pueda reconocerse, sólo en el combate de
iguales el vencedor adquiere dignidad, sólo en el absoluto cinismo, el vencedor
acepta la indignidad de derrotar a un débil destinado al sacrificio. La
dominación descarnada alude, para compensarla, a los logros obtenidos o prometidos
después de la hazaña, pero la guerra prometica emprendida contra otros hombres
para alcanzar designios divinos o humanos está horadada por la ilegitimidad
frente a los ojos de los sometidos y condenados de la tierra.
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